¿Cómo se combate la posverdad?

“El sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi ni el comunista convencidos, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción y entre lo verdadero y lo falso ha dejado de existir” (Hannah Arendt).

Conoce qué es la posverdad y sus formas de clasificación.
David Giner

David Giner

Tiempo de lectura: 29 min

La desinformación está corroyendo lentamente los cimientos de la democracia. Este es un vistazo a las normas que combaten la posverdad, un debate sobre la necesidad y conveniencia de ampliar su alcance, y un repaso a los medios no jurídicos que pueden contribuir a atajar el problema.

Bill Clinton y el Papa Francisco han pedido una “despoblación urgente” para salvar el planeta’ (2023) – ‘Volodymyr Zelensky es un nazi’ (2021) – ‘Las vacunas contra el COVID 19 inoculan nanochips para controlar a la población’ (2020) – ‘Una pizzería de Washington oculta una red de abuso y tráfico de menores dirigida por destacados políticos demócratas’ (2016)

El DRAE define posverdad como la «distorsión deliberada de la realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales«. Dicho de otro modo, mediante desinformación, bulos y noticias falsas se hace que los hechos materialmente objetivos tengan menos peso en la formación de la opinión privada y pública que las apelaciones a lo que cada uno cree o siente. Se da un valor relativo a la verdad, se banaliza la importancia de la objetividad de los datos y se da prioridad al discurso emotivo. Y, así, se acaba ignorando cómo es en realidad el mundo y atendiendo sólo a quien nos dice lo que queremos oír.

Revisaremos aquí qué herramientas jurídicas existen para combatir la posverdad, y veremos si son eficaces o si deben incrementarse en número o calado. Echaremos también un vistazo a los remedios no jurídicos disponibles, y trataremos de determinar su utilidad.

La posverdad se apoya en nuestros sesgos cognitivos y saca ventaja de que las redes sociales nos alimentan con opiniones y noticias que encajan con las que ya teníamos previamente, lo que va alejando la escucha, el pensamiento, la argumentación y el debate. Así, las redes operan como altavoces de la posverdad y nos secuestran e impiden que veamos más allá de ellas: el algoritmo nos va a recluyendo en una burbuja en la que solo está lo que coincide con lo que preferimos percibir, y, poco a poco, eso va afectando a nuestra capacidad para entender e interpretar la realidad, quitando valor o torciendo o negando los hechos objetivos, y validando a cambio hechos alternativos creados sobre material inventado o alterado. Y, de esta manera se acaba teniendo dificultades para diferenciar lo veraz de lo que no lo es. No olvidemos que la desinformación nació hace más de un siglo en el ámbito del contraespionaje, hasta desbordarlo hace unos años a lomos de las redes.

¿Y qué es lo que permite que esto suceda? Causas hay muchas, pero, simplificando, se trata de que la verdad suele ser poco seductora y la posverdad es casi siempre más llamativa y entretenida. Un estudio del MIT de 2018 señaló que las noticias falsas eran redifundidas un 70 % de veces más que las verdaderas, probablemente porque al hacerlo no se cree que puedan causar daño, o porque no se ve cuál es la finalidad que persiguen -cuando siempre responden a algún interés-, o porque se cree que compartiendo noticias se está siendo útil al entorno de cada uno o congraciándose con él.

Nos centraremos en la posverdad en un contexto político. En realidad, todas las variedades de desinformación (sobre salud, clima, historia, colectivos vulnerables, etc.) encierran una intencionalidad política: la desinformación socava la estabilidad de los Estados y de sus instituciones al afectar a la base de la democracia, que se articula sobre una triple presunción: los ciudadanos están bien informados a través de una opinión pública no manipulada, tienen conciencia de lo que sucede cuando van a votar y pueden hacerlo libres de interferencias.

Algunos filósofos (Byung-Chul Han, por ejemplo) han teorizado sobre esa transformación del espacio público causada por el mal uso del mundo digital, que impacta en el ejercicio político, eliminando la deliberación y el debate y reduciendo el número de ciudadanos que pueden y quieren discrepar, escuchar y argumentar, derivando en lo que él llama “infocracia”.  Según Han, “la democracia […] supone un discurso de la verdad. Sin embargo, la infocracia puede prescindir de la verdad”.

El caso de Arron Banks (el mayor donante de la campaña ‘Leave’) es paradigmático: él mismo señaló que el éxito de la campaña del ‘Leave’ frente a la del ‘Remain’ se debió a que los partidarios del ‘Remain’ se concentraron sólo en presentar un hecho objetivo tras otro a favor de la permanencia, cuando lo que había que hacer -y que de hecho hizo el ‘Leave’– era «conectar con la gente de una forma emocional». Muchas mentiras de aquella campaña están documentadas. Incluso Nigel Farage admitió -solo una hora después de que se conocieran los resultados del referéndum- que las cifras de ahorros post-brexit en la sanidad pública inglesa que había usado en campaña eran inventadas.

¿Es ‘posverdad’ una manera nueva o más suave de llamar a la mentira? No es lo mismo: la idea de mentira tiene una implicación negativa que mueve a no aceptarla. La posverdad es algo más sutil y elaborado (y, por ello, más dañino): invita a creer que en el dominio público político la verdad no tiene por qué jugar un papel relevante, ya que existen tantas descripciones del mundo como uno desee. Un ejemplo sencillo: medios asociados al partido republicano estadounidense (GOP) sostuvieron, sin aportar pruebas, que Barack Obama no había nacido en EE. UU., lo que le inhabilitaría para ser candidato a la Presidencia. Obama publicó su certificado de nacimiento y las autoridades de Hawái confirmaron su veracidad. Tras esa confirmación documental, el 41% de estadounidenses decía tener aún dudas sobre el lugar de nacimiento de Obama: esto es, un 41% de personas en Estados Unidos creyó que se puede elegir la realidad que encaje mejor con la ubicación política de cada uno. Así, la verdad sería asunto de preferencias políticas, y, sentado eso, cualquier descripción de la realidad que uno quisiera hacer sería legítima.

Todos tenemos nuestros sesgos particulares, pero en muchos casos nacen o se amplifican al ser las redes sociales la única fuente de información que se utiliza. Y así muchos -pero especialmente menores y adolescentes- pueden comenzar a encontrar irrelevante la distinción entre lo real y lo falso, lo que puede traducirse en una completa desconfianza en el sistema institucional. Por eso triunfan los populistas: lo simple es mucho más sencillo de asumir que lo complejo, y además no requiere discutir con uno mismo ni mirar más allá del desacuerdo. En las redes se obtienen minutos de pequeños entretenimientos o satisfacciones individuales y a cambio se va alimentando inadvertidamente un peligro colectivo -como, por ejemplo, el ataque a la estabilidad democrática-. Ojalá esto fuera solo una exageración: el ‘Informe Anual de Seguridad Nacional 2022’ (Departamento de Seguridad Nacional, España) señala que la desinformación es una de las principales amenazas “para los valores constitucionales, los procesos democráticos, las instituciones democráticamente constituidas y, por ende, para la Seguridad Nacional”. Y esto en un contexto en el que el número de democracias en el mundo va menguando: según el ‘Democracy Index 2021’ de The Economist, en el mundo solo hay 21 países que puedan ser considerados una democracia plena, y hay otros 53 países considerados como democracias deficientes: en total, 74 países sobre un total de 195 reconocidos por la ONU, lo que es un 37% de países, pero solo un 19% de la población mundial. No es el escenario que, con un cuarto de siglo XXI ya transcurrido, debiéramos querer tener, y además en riesgo de reducción.

Veamos con que medios jurídicos de defensa frente a la posverdad contamos en España. Comencemos por donde se debe: por la Constitución (CE). El título dedicado a los derechos y deberes fundamentales se abre con el reconocimiento de dos derechos básicos: el derecho a expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones (esto es la libertad de expresión) y el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz (libertad de información).

La CE señala que estos dos derechos no pueden restringirse mediante ningún tipo de censura previa y que ambos tienen su límite en los restantes derechos fundamentales (a estos efectos, en el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen).

Este cruce de derechos es interesante: imaginemos una noticia difundida en un canal de televisión que señala que Begoña Gómez, cónyuge del séptimo presidente del Gobierno español en democracia, y conocida públicamente por todos como mujer, nació hombre y es en realidad transexual. Quien oiga la noticia puede elegir creerla o no: ahí operarán los sesgos y el concepto de lo verosímil o razonable de cada uno. Dejando por un momento de lado las potenciales consecuencias penales de una noticia así, este ejemplo nos sirve para explicar que, en el cruce entre la libertad de expresión y de información y el derecho al honor, el Tribunal Constitucional (TC) ha hecho prevalecer la libertad de expresión, con la condición de que la noticia que se da sea veraz. Ojo, que, a estos efectos, ‘veraz’ no equivale a ‘verdadero’: se tendrá por ‘veraz’ aquella noticia cuyo emisor haya cumplido con el “deber de diligencia del informador, a quien se le puede y se le debe exigir que lo que transmita como hechos haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos”. Así, en nuestro ejemplo, se debería haber tratado de contrastar la noticia con inscripciones registrales, testimonios personales o incluso datos médicos. En nuestro ejemplo, la informadora no lo hizo, y Begoña Gómez interpuso en noviembre de 2022 una denuncia por injurias y calumnias en la que, cuando se resuelva, probablemente prevalecerá la protección de su honor sobre la libertad de expresión del medio, que no ha realizado ese esfuerzo en pos de la veracidad. Pero la probable condena penal por injurias ya no evitará que la noticia falsa haya hecho ya su trabajo en aquellos que decidieron creerla.

Este ejemplo nos acerca a la posverdad y a como lo va manchando todo: la libertad de expresión que da cobertura a la posverdad puede combatirse con las herramientas de la protección al honor, sí, pero eso sólo da cobertura a casos individuales que afecten a personas físicas o jurídicas y no sirve para limitar los efectos que algunas noticias pueden tener en la sociedad o en el propio sistema democrático. Pensemos en los frecuentes bulos que alertan de supuestos fraudes electorales masivos en los que se no se señala a nadie en concreto (‘el voto por correo no se cuenta’, ‘se vota en nombre de muertos’, ‘la candidatura X ha sido eliminada de las papeletas de esa provincia’…). ¿Cuál sería el bien protegido que empujaría a la Fiscalía a actuar? Desinformar no encaja hoy por hoy en el elenco de delitos electorales de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, y, fuera de eso, la Fiscalía tiene limitada su legitimación para actuar, como luego veremos. ¿Usted, ciudadano, dedicaría su tiempo y su dinero -y expondría su identidad- para dedicarse a tratar de limpiar de desinformación las redes a golpe de demanda? Su legitimación para actuar sería además dudosa la mayoría de las veces. De esto se vale la posverdad: no supone un daño concreto para ninguno de nosotros considerado individualmente, y por eso ninguno actuamos, y el daño se extiende

En una primera reacción más bien visceral se suele pensar que la desinformación se debe combatir mediante algún tipo de censura previa o regulación. Pero ya hemos visto que la propia CE señala que ni la libertad de expresión ni la de información se pueden restringir mediante censura previa -si cupiese, eso tendría las mismas consecuencias para el valor de nuestra democracia que la posverdad-. Además, hay razones éticas para que no quepa la censura, porque no dejar que los demás se expresen es tanto como imponerles que renuncien a defender sus posiciones, aunque estas puedan estar basadas en errores fácticos, sean interesados o desinteresados. Lo dijo con mucha claridad Noam Chomsky: «Si no creemos en la libertad de expresión para la gente que despreciamos, no creemos en la libertad de expresión«.

Pero entonces, ¿es -paradójicamente- la amplia protección constitucional de la libertad de expresión la mejor cobertura de la posverdad? Creo que se debe contestar que no: la verdad es la descripción correcta sobre cómo es algo, y ese algo no debe depender de preferencias políticas, sino únicamente de los elementos que pueden obtenerse en una investigación empírica. Así, la verdad de los hechos debería ser una condición previa al pluralismo político y a la ideología. Dicho de otro modo: los hechos no podrían ser algo que pudiera cuestionarse usando la excusa del pluralismo, porque los hechos son requisito previo para la libertad de expresión. Y dicho de forma aún más clara y usando palabras de Daniel P. Moynihan: “usted tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos”. Si queremos proteger el pluralismo político, se tiene que proteger antes ese requisito previo que son los hechos. De esto hablaba Hannah Arendt en la cita que abre estas notas (“el sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi ni el comunista convencidos, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción y entre lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”).

Con todo esto, cuanto mayor sea la difusión de esa desinformación más pequeña será la posibilidad de que exista ese requisito previo para el pluralismo que es que haya un marco de hechos aceptados. Y debilitar el valor de los hechos produce polarización, que invita al populismo y lo va normalizando.

Pero tenemos un (pequeño) problema: esto de proteger el hecho, que está muy bien en el plano teórico-jurídico y ético-filosófico, es algo impracticable: no se pueden comprobar los hechos que subyacen a todas las afirmaciones que se difunden. Las instituciones no tienen recursos para eso, y los particulares no tenemos tiempo o vocación. Quizá la inteligencia artificial (IA) podría ayudar, pero de eso hablaremos luego. Y, sobre todo, llevar a la práctica adecuadamente ese cuidado e iluminación del hecho sería delicado, porque rozaría con (o sería directamente) censura. Además, una regulación censora o prohibitiva podría eliminar de raíz el humor, la sátira y la ficción literaria, que muchas veces operan como lupas o gafas que nos ayudan a ver y a pensar de un modo diferente.

Avancemos: hemos visto ya cuáles son los límites constitucionales a la libertad de expresión. Veamos ahora cuáles son los tres límites principales fijados en el Código Penal (CP). Tenemos la calumnia, que es la imputación de un delito hecha “con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad” (art. 205). La acompaña la injuria (art 206), que es la “acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”, aunque “solamente serán constitutivas de delito las injurias que […] se hayan llevado a cabo con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”.

Varios subrayados a hacer aquí: no habrá delito si puede probarse que lo que se decía era verdad, y el “temerario desprecio a la verdad” y el previo “conocimiento de su falsedad” son realidades complejas de definir y probar. Además, en este contexto la jurisprudencia suele acabar primando la libertad de expresión y de información si la persona ofendida tiene proyección pública o es una persona jurídica o existe un contexto de alarma social.

Es importante hacer notar que el CP impide que la Fiscalía actúe de oficio (salvo que la ofensa se dirija contra servidor público sobre hechos relacionados con su cargo), con lo que las querellas por desinformación que afecten a bienes intangibles colectivos como la democracia o la verdad dependerán de que algún ciudadano o entidad quiera acometerlas y de que se acepte su legitimación. Además, la Fiscalía tampoco tiene los medios para actuar, y su actuación sería fuente de polémica (y quizá de más desinformación) por poder entenderse hecha al dictado de intereses del Gobierno de turno.

Para acabar, tenemos los llamados delitos de odio (art. 510), dedicados a perseguir a quienes “públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia…” y para quienes “produzcan, elaboren […] distribuyan, difundan o vendan escritos o cualquier otra clase de material o soportes que por su contenido sean idóneos para fomentar, promover, o incitar directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia …”.

Las consecuencias de estos delitos son penas de cárcel (aunque en la práctica esto se ve poco) y, en este contexto de redes sociales, también la retirada de los contenidos y el bloqueo del medio o su cierre.

Además de la regulación penal, la protección del derecho al honor puede buscarse por otras rutas legales: la vía civil regulada en la Ley Orgánica 1/1982, de protección del honor; la vía del procedimiento del art.53.2 de la CE y del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional y la vía del derecho a la rectificación de la Ley Orgánica LO 2/1984, reguladora del derecho de rectificación (para información publicada en medios).

Como se ve, el catálogo penal es amplio, pero no cubre bien la posverdad. ¿Se precisan nuevos tipos? ¿Un “delito contra la verdad” o de posverdad? ¿Y quién fijaría esa verdad? ¿Un Ministerio de la Verdad? (que en la ficción de George Orwell era en realidad el Ministerio de la Mentira). ¿Una Agencia de Certificación de la Realidad? Todo esto suena como otra potencial amenaza a la democracia, aunque se hiciera con la pretensión de defenderla.

Definir la verdad supone una complicación adicional para los juristas. Me explico: sabemos que al hablar de verdad se suele distinguir entre la verdad percibida -lo que sabemos y creemos- y la verdad material -lo que en realidad es-. Pero para los juristas la verdad es en realidad una tercera cosa: la verdad es la verdad judicial, que es aquella que se fija en sentencia: la posible discordancia entre lo que pasó y lo que puede probarse en el proceso se resuelve en la sentencia. Así, los hechos probados declarados en sentencia constituyen una verdad objetiva -esa verdad material-, incluso aunque en el propio tribunal uno o más de los magistrados haya indicado vía voto particular que no está de acuerdo con que esa sea la verdad. Y pese a esa duda declarada, en la sentencia se establecerá una verdad que será ya desde entonces una verdad objetiva (aunque puede no ser en realidad la verdad material), y que, una vez que se agoten los recursos disponibles, quedará blindada como verdad absoluta.

Y es curioso además darse cuenta de que esa verdad judicial puede haberse basado en algún tipo de posverdad, porque en un pleito muchas veces el abogado intenta tocar las emociones o las creencias del juez. Esa posibilidad de hurgar, de influir en el juzgador, estimula a los abogados: es el momento de buscar argumentos, de imaginar, de sembrar dudas sobre testimonios y pruebas, de bordear la verdad o simplemente de mentir. Es lo grande y a la vez lo misero de esta profesión, y también lo que da combustible a la reputación que a veces se nos adjudica y que a veces también se busca.

Antes de desviarnos con cosas de abogados hablábamos de un posible nuevo tipo penal. Construirlo sería difícil, y probablemente también inútil: difícil por su conexión con la protección constitucional preferente a la libertad de expresión; difícil por la complejidad de algunas pruebas (demostrar que un deep fake lo es cada vez más complicado, y hacerlo puede costar mucho tiempo y dinero).Inútil por la complejidad en la atribución de la autoría en un medio como internet y por la dificultad de perseguir delitos cometidos desde otras jurisdicciones, dadas las peculiaridades de cada una y lo complejo del encaje de algunos procesos de extradición.  

Sentado cuál es el marco constitucional y el penal, y visto su relativo alcance, veamos qué más hay en la caja de herramientas jurídicas para combatir la posverdad. El arsenal es amplio, variado y (me temo) insuficiente:  

a nivel de derecho internacional público existe un principio de no injerencia de los asuntos de otros estados, y en eso se apoyó por ejemplo la UE al limitar las actividades de radio de Russia Today en la UE al inicio de la guerra de Ucrania. 

tenemos también el conjunto de las políticas y normas de protección de datos, apoyadas alrededor del consentimiento, aunque no parecen haber resuelto los problemas de extracción y manejo de los datos que están detrás de la amplificación de la desinformación. 

la IA es otro campo de trabajos y de posibles límites. La propia IA tiene dos caras, porque sirve para difundir bulos y a la vez es útil para combatirlos (puede servir para detectar noticias falsas y para eliminarlas o reducir su alcance, o al menos para marcarlas como tales). Tiene una tercera cara, algo distópica pero no imposible, y es que la IA generativa podría hacer suyas estas técnicas de manipulación e incidir en la opinión de los votantes con mensajes individualizados y, por tanto, influir en la marcha de la sociedad. Todo esto preocupa, y por eso hay trabajos para regular la ética que debe aplicarse a algoritmos e IA: en el marco de la Unión Europea (“Marco de los aspectos éticos de la IA”, en trámite en el Parlamento), de la Unesco (la reflexión “Ética de la IA”) y en España (Estrategia Nacional de IA):

  • En la UE hay también un ‘Plan de Acción para una respuesta coordinada contra la desinformación’ (2018). De su contenido destaca, por su calado práctico, la creación en marzo de 2019, de un Sistema de Alerta Rápida (RAS, por sus siglas en inglés) con puntos de contacto nacionales para alertar sobre campañas de desinformación y para intercambiar información entre Estados. España ha acogido ese plan mediante una Orden (PCM/1030/2020) que contiene el procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional (se crea incluso una Comisión Permanente contra la desinformación que opera como órgano de coordinación interministerial y que facilita el intercambio de información con el RAS).
  • En un plano similar, EE. UU., espoleada por la injerencia rusa en las elecciones de 2016 y el asalto al Capitolio en 2021, creo en 2022 la Junta de Gobernanza de la Desinformación (JGD), alojada en el Departamento de Seguridad Nacional. Como dato revelador, la primera directora de la JGD fue acosada por medios de comunicación afines a Donald Trump y dimitió, y la JDG se halla más o menos en pausa. La directora tiene en marcha una demanda por difamación contra Fox News, y mientras tanto ha sufrido campañas de deepfakes con montajes de pornografía no consentida con su rostro.
  • Alemania y Francia tienen en vigor normas que piden a las plataformas digitales la eliminación de contenido de desinformación, aunque su aplicación se limita a periodos electorales.
  • Ahora hace un año, la Unión Europea publicó el reglamento de servicios digitales (desarrollo de la Ley de Servicios Digitales) que fija para las plataformas que cuenten con más de 45 millones de usuarios dentro de Europa la obligación de poner en marcha medidas que limiten «efectos negativos [de la desinformación] sobre el discurso cívico y los procesos electorales y la seguridad pública».  No parece estar funcionando: hace unos días, la UE recordaba a Elon Musk que X debe seguir las normas y retirar contenidos desinformativos sobre los ataques de Hamás en Israel (fragmentos manipulados de videojuegos y películas, imágenes de otros conflictos, material generado por IA). Hay asimismo un código voluntario que permite cumplir con esa ley, pero X lo abandonó (otras compañías no europeas como Meta o Google o TikTok sí se han adherido y lo siguen, aunque en un informe de la UE de septiembre se las señaló también como incumplidoras).
  • Existe también el “European Digital Media Observatory” (EDMO) de la Unión Europea, bajo el que se están creando observatorios nacionales: en España y Portugal funciona ya el proyecto IBERIFIER (Iberian Digital Media Research and Fact-Checking Hub), para verificar y desmentir desinformación en el territorio ibérico.

¿Resuelve algo todo este arsenal de normas, instituciones e iniciativas? Seguramente no, pero podemos decir que su existencia al menos subraya el problema y evidencia que la respuesta no puede ser sólo jurídica. ¿Hay otros campos de actuación? Claro que los hay: veamos al menos dos más: autorregulación de los medios y entidades de verificación.  

Comencemos por los medios de comunicación, tomando la prensa como ejemplo. Una constatación previa: lo que un medio de comunicación reputado expresa funciona en el inconsciente colectivo como una voz autorizada que se tiende a aceptar, pero, a la vez, al amparo de esa credibilidad lograda por unos pocos medios, se extiende la idea de que todo medio es fiable, y de ahí se pasa a dar verosimilitud a todo lo que llega por las redes sociales. Y es donde comienzan los problemas, porque no se discrimina ya ni el origen ni el resultado y surge lo que podríamos llamar pseudomedios, que son en realidad el gran problema: publicaciones más o menos estructuradas y periódicas que se amparan en esa presunción de credibilidad y que contaminan las redes a base de titulares llamativos que generan tráfico -e ingresos- y que son campo de cosecha de noticias falsas para tertulianos y opinadores sin muchos escrúpulos, que las hacen suyas y las vierten en las redes.

Pero ¿dónde está el umbral de fiabilidad de un medio? ¿Qué características debe reunir para que podamos considerarlo fiable (por encima y más allá de cómo nos encaje a cada uno su línea editorial)? ¿Cómo podemos asegurarnos de estar objetivamente bien informados? No hay nada garantizado, pero lo fundamental es que el medio cumpla con algunos requisitos de gobernanza: una estructura de propiedad que facilite no sucumbir a presiones externas inmediatas; un órgano de administración experto y con un grado elevado de independencia que pueda tutelar la labor editorial; códigos de conducta en las redacciones que estimulen la política de verificación de fuentes; normas de vigilancia de conflictos de interés; un Defensor del Lector; transparencia sobre la existencia de todas estas normas, etc.

Cumplir con estos requisitos pone en marcha un círculo virtuoso: la credibilidad que van generando hace crecer el negocio, lo que sirve de combustible para poder seguir manteniendo esa credibilidad. Y es esa propia credibilidad la que está cambiando la función de los medios de comunicación, que pasan de ser emisores de información a ser los encargados del fact-checking de lo que publican los demás: su propio prestigio les está haciendo convertirse en descontaminadores de lo que hemos llamado pseudomedios. Pero la tarea es inabarcable.

Cada uno con su línea editorial, hay periódicos de prestigio que ya cumplen con todos esos requisitos: The New York Times, The Washington Post, The Economist o The Wall Street Journal. Otros están cerca, aunque aún no cumplen con todos ellos: Le Monde, El País, la Reppublica, Il Corriere della Sera o The Guardian, entre otros. Pero poco a poco va extendiéndose esa autorregulación, y todo apunta a que acabará convirtiéndose en normas. De hecho, la Comisión Europea publicó ahora hace un año una propuesta de regulación obligatoria para los medios (‘European Media Freedom Act’) que, de prosperar, servirá para dar rango legal a muchas de estas medidas.

Pero ¿cómo imponer estos requisitos de fiabilidad a las redes sociales? No son medios de comunicación, por lo que no puede aplicárseles la normativa que afecta a estos, y tampoco puede pedírseles que se autorregulen como si lo fueran. Habrá que empujar en todo el mundo a los gigantes de las redes al menos hacia un conjunto mínimo de acciones: por ejemplo, criba de cuentas o perfiles que estadísticamente difundan sobre todo noticias que se apoyen en pruebas no verificadas, o limitación de la actividad de cuentas que no retiren contenido cuando se demuestre que el mismo carece de soporte, etc. El incentivo para obrar así sería que las propias redes se irían dotando de una credibilidad de la que ahora carecen y que, como hemos visto, podría ser una herramienta para hacer crecer sus negocios.

La tarea de los medios no es sencilla: desde hace unos años crecen de modo constante las llamadas querellas mordaza (o SLAPPs, por las siglas en inglés de “demandas estratégicas contra la participación pública”). Se trata de demandas contra periodistas que han desvelado montajes desinformativos, y el modo de defenderse del mentiroso es demandar al que lo señala: se han documentado ya 800 demandas sólo en Europa (161 sólo en 2022). Son presentadas sin la pretensión de obtener una declaración judicial favorable o una compensación por daños, sino simplemente para hostigar al medio y agotar sus recursos financieros como castigo por haber sacado a la luz esos casos. Generalmente el que presenta la demanda la retira antes de que haya sentencia: el demandante asume los costes judiciales, sí, pero el efecto ya se ha causado, pues para muchos medios es imposible soportar un litigio largo y carísimo -las demandas suelen plantearse en Londres-. Ante esto, algunos medios renuncian ya de antemano a exponer según qué historias, en una especie de autocensura preventiva. Como ejemplo, hay muchas demandas en curso interpuestas por oligarcas rusos de cuyos vínculos con Vladimir Putin han informado los medios. Arron Banks, del que hablábamos antes, ha interpuesto también unas cuantas. Hay una propuesta de directiva para limitar las SLAPPs tramitándose en la Unión Europea desde abril de 2022, pero es una iniciativa de difícil manejo jurídico.

Debemos dedicar al menos unas líneas a la verificación, que funciona como rotulador fosforescente de la desinformación. Hay múltiples iniciativas en marcha, tanto privadas como públicas: la International Fact-checking Network (IFCN), la Agencia Estatal de Investigación española, y muchas otras entidades que han ido ganando solvencia y prestigio. En España, por ejemplo, son independientes -ajenas a medios de comunicación, autofinanciadas y adscritas a la IFCN- las del grupo ‘Maldita’, ‘Newtral’ y ‘Verificat’. Estos canales independientes se cruzan luego con los medios: por ejemplo, ‘Maldita Hemeroteca’ tiene su espacio en Onda Cero, sirviendo de verificador externo ajeno al propio medio.

No obstante, los medios de verificación tienen dos grandes problemas: sólo se acerca a ellos quien tiene dudas -y para tener dudas hay que hacerse preguntas antes-, y el terreno es inabarcable.

Pero, si ni las leyes ni la autorregulación ni la verificación son útiles para resolver el problema, ¿qué lo será?

Probablemente el arma más poderosa contra la desinformación es la educación. Cada vez más cosas de nuestras vidas suceden en el ciberespacio, o mediante él, o gracias a él, o solo en él, por lo que debemos educarnos para su buen uso y para ser capaces de separar las emociones de las realidades. Todos necesitamos educación:

educación para entender el fenómeno y cuáles son los mecanismos de funcionamiento de las redes y de los medios de comunicación, y para saber dónde cotejar noticias o dónde verificarlas.

educación para conocer el valor de las redes como instrumento democrático: un correcto uso ampliaría el debate público y permitiría que participasen más voces, con una teórica oportunidad de mayor riqueza de ideas para todos. Las redes deberían ser canales de comunicación y debate y no la herramienta unidireccional que son ahora.

  • educación para asentar la idea de que informarse por un único canal es peligroso.
  • educación para entender que este monstruo lo alimentamos entre todos, al redifundir materiales no veraces (muchas veces a sabiendas de que lo son), y para entender también que estamos desfigurando nuestra identidad como individuos al reducir y simplificar lo que recibimos y lo que emitimos.
  • La educación sobre el uso correcto de redes sociales debería incluirse en los planes de estudio: los estados democráticos tienen que fijar políticas públicas eficaces que hagan que sus ciudadanos cuenten con las herramientas necesarias para vivir en esta sociedad digital. Algo se ha hecho, pero me temo que más buscando el titular que el efecto: el Real Decreto 217/2022, sobre ordenación y enseñanzas mínimas de la ESO, señala que los planes de estudio deben incluir competencias para promover la alfabetización mediática y evitar los riesgos de manipulación y desinformación.

Además de eso, los planes de estudio deberían dar un valor rector a la ciencia. Y a la filosofía, que nos muestra que bajo la apariencia de progreso y de comodidad y de falso bienestar que proporcionan las redes se esconde una pérdida de libertad y el triunfo de la apariencia y la forma sobre la sustancia. Y, aunque pueda sonar caduco, se debería dar también mayor valor a la moderación en las formas y tonos de expresión (lo que antes se llamaba modales).

Como en todo, aquí también caben los autodidactas: ante la posverdad se pueden establecer ciertas rutinas de higiene digital:

  • hacerse siempre algunas preguntas (que en general son además útiles para valorar casi cualquier situación y que, como resumen, están en la guía que el Ministerio de Sanidad lanzó al inicio del COVID): comprobar cuál es la fuente del contenido (¿de dónde sale esto?); comprobar qué función tiene (¿es útil para el que lo lee?, ¿por qué se difunde esto?, ¿por qué se difunde ahora?); comprobar qué relevancia tiene (¿es importante que esto circule?), y pensar en si parece fiable.
  • pensar en cuántas cosas hacemos circular sabiendo que no son verdad (o que no lo son del todo), pero nos parecen graciosas, o creemos que nos ayudarán a encajarnos mejor con una persona o grupo. Y pensar en cuántas podíamos haber evitado difundir.
  • ir a buscar por uno mismo la información sobre un asunto y no limitarse a leer pasivamente la que llega. Y, en especial, ir a buscarla en un medio que a priori pueda resultar opuesto a las ideas de cada uno, y leerlo ahí no para buscar indignarse por cosas que no se comparten sino para ver cómo las tratan.

En definitiva, educarse teniendo presente que hay que intentar saber más que creer y que hay que tratar de razonar más que de sentir. A ninguno nos gusta admitir que sabemos que algunas de nuestras convicciones son poco racionales y que se basan más en prejuicios o en sesgos que en hechos objetivos, pero no deberíamos interpretar el mundo según nuestras emociones y convicciones, sino según aquellos elementos de los que podamos no dudar: no podemos dar preferencia a lo que creemos si existen evidencias contrarias. 

Y luego, con todo eso hecho, cada uno puede hacer lo que quiera, pero sabiendo qué es lo que hace. Y, por supuesto, siendo libres para equivocarnos (pero, preferiblemente, siendo conscientes de la elección).

La información veraz debe tener más recorrido que la no veraz, por la cuenta que nos trae a todos -al menos a los que queremos seguir estando dentro de ese 19% de habitantes del mundo que vive en algún tipo de democracia, y también para los que quieren que ese porcentaje crezca.


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